Este 2017, se cumplen 100 años de la heroica Revolución de Octubre de 1917 que dirigió el líder y teórico de los trabajadores del mundo en el Siglo XX, Vladimir Ilich Ulianov, mejor conocido como “Lenin”. Se trató de una gesta épica que le dio esperanzas de liberación total a los parias del mundo entero y que, precisamente por eso, ha sido denostada hasta el hartazgo, vituperada hasta lo indecible, por aquellos que hoy, igual que antes, se enriquecen a costa del sudor y el hambre de los demás.

La Revolución de Octubre de 1917 fue apoyada con entusiasmo por los trabajadores, obreros, campesinos y soldados pobres de Rusia, que sufrían hambre, pobreza y explotación. Sus principales consignas fueron “paz, tierra y pan” para un pueblo obligado a participar en la Primera Guerra Mundial imperialista, pueblo que en tiempos de paz consagraba su vida a sobrevivir bajo el régimen de los zares, y “todo el poder a los sóviets”, que eran consejos de obreros, campesinos y soldados, que desde entonces gobernaron a la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Desde su inicio, la revolución de Lenin se vio atacada por un bloque militar capitalista, de Europa y Estados Unidos. El 14 de abril de 1917, en plena guerra mundial, el emperador de Austria-Hungría, Carlos I, le escribía al káiser alemán: “Estamos luchando ahora contra un nuevo enemigo, más peligroso que las potencias de la Entente: contra la revolución internacional”. Así, en noviembre de 1918, los jefes militares de Alemania y Europa decidieron terminar con la guerra para poder “destinar fuerzas a aplastar la revolución”, porque “lo que realmente les preocupaba era la posibilidad de que el ejemplo soviético se extendiera a sus países: temían sobre todo el contagio”, explica el historiador Josep Fontana. Bajo la bandera de la contrarrevolución, las tropas capitalistas invadieron a un pueblo libre y soberano, porque los ideales revolucionarios de libertad del hombre, fraternidad entre los pueblos y abolición de la explotación, eran contrarios a los intereses de los dueños de los medios de producción que se enriquecían a costa del sudor de los obreros en el resto del mundo. Entre otras maniobras militares para acabar con la revolución, el 30 de agosto de 1918 los capitalistas atentaron contra Lenin, cuando terminaba de dar un discurso en la exfábrica de Michelson: dos balas penetraron en el cuerpo del líder revolucionario. Los problemas de salud que en adelante padeció, como consecuencia del cobarde atentado, provocaron la muerte de Lenin el 21 de enero de 1924. Dimitri Pavlov, uno de los obreros de aquella fábrica que había escuchado el discurso del “que domina el mundo”, le dijo a Máximo Gorki: “Lenin, al hablar, al gesticular, al andar, es sencillo como la verdad”. Décadas más tarde, el poeta cubano Nicolás Guillén definiría: “¿Sabes tú que la mano poderosa que deshizo un imperio, también era suave como la rosa? La mano poderosa, ¿sabes tú de quién era? Te hablo de Lenin, tempestad y abrigo”.

La Rusia revolucionaria salió victoriosa y fortalecida de esta guerra contra la invasión imperialista. Pero su mayor triunfo fue darle tierra a los campesinos y liberar de la explotación a los obreros. En 1922, se fundó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) que, en tiempo récord, se convirtió en una potencia económica, científica, educativa y militar, gracias a que los obreros y campesinos trabajaban en favor de su patria y de ellos mismos. La URSS logró, gracias a sus planes quinquenales de producción, convertirse en una potencia mundial que competía con Estados Unidos en todos los terrenos: la ciencia, las matemáticas, las artes, la educación, etcétera.

De acuerdo con datos del portal Russia Beyond The Headlines, en la Unión Soviética el 99.7% de la población sabía leer y escribir; el Estado proveía vivienda, educación, servicios públicos, sanidad y guardería, vacaciones y asilo para ancianos, de forma gratuita. En la URSS no existía el desempleo y el Estado aseguraba trabajo cuando los jóvenes terminaban sus estudios universitarios.

Pero llegó la Segunda Guerra Mundial en 1939, desatada por los gobiernos imperialistas del mundo que deseaban conquistar nuevos territorios. Adolfo Hitler y Benito Mussolini, los máximos representantes del nazismo y el fascismo, llevaron la muerte a los campos del mundo en su deseo por dominar y someter a la humanidad. Los ejércitos del orbe salieron al combate con valentía y bravura, pero las ciudades caían irremediablemente bajo la bota nazi. Las capitales europeas de la guerra, fueron derrotadas y convertidas en cascajo. El avance de Hitler y sus máquinas de muerte era imparable y el mundo observaba impotente sus ciudades desechas, sus campos quemados y el hambre y la carestía crecientes. La esperanza de la humanidad entera se jugaba en la valentía, conciencia y decisión de los soldados del Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, quienes en Stalingrado derrotaron a las fuerzas de Hitler y avanzaron hacia Berlín, capital de la Alemania nacista, ciudad que cayó, finalmente, en 1945. La humanidad fue salvada por el pueblo de Lenin, que sacrificó la vida de 27 millones de sus hijos para frenar a los nazis. Toda la humanidad se los debemos reconocer y agradecer.

Hoy, ya no existe la Unión Soviética. Sucumbió ante el acoso, el bloqueo, la propaganda anticomunista de Estados Unidos y los errores de sus últimos dirigentes. Pero los males de la humanidad siguen siendo los mismos que Lenin denunciara en su tiempo: que un puñado de millonarios vive entre la opulencia, mientras la gran mayoría de la población se debate en la pobreza más espantosa. La Oxfam acaba de informar que las 8 personas más ricas del mundo concentran tanta riqueza como 3 mil 600 millones de habitantes de este planeta, la mitad de la población mundial. Y también informó que el 1 por ciento más rico tiene tanto dinero como el 99 por ciento restante de la humanidad. En México, datos de investigadores serios afirman que el 85 por ciento de la población vive en condiciones de pobreza, que 25 millones de personas padecen hambre crónica, que los campesinos son marginados del progreso, que los obreros no encuentran trabajo porque no hay, y que todos los mexicanos, según datos de la OCDE, trabajamos entre 10 y 12 horas diarias, cuando el límite legal de la jornada es de ocho horas.

Es momento de levantar banderas. Es urgente que el pueblo, democráticamente, tome el poder del país, para que reine, en adelante, la fraternidad entre los hombres. Ya hemos sufrido el gobierno de los actuales partidos políticos el daño que le han hecho a México. Ha sonado, pues, la hora de que los pobres creen su propio partido político; las campanas de la rebeldía nos están llamando a la lucha democrática por el poder: organicémonos, eduquémonos y formemos un movimiento titánico, para hacer, de la nuestra, una patria libre, equitativa y soberana. Ésa es la tarea, a 100 años de la Revolución de Lenin, de los parias del Siglo XXI.

Es cierto, alguien ya lo dijo antes. Y yo, sólo repito: “Para los campesinos de mi patria, quiero la voz de Lenin. Para los proletarios de mi patria, quiero la luz de Lenin. Para los perseguidos de mi patria, quiero la paz de Lenin. Para la juventud de mi patria, quiero la esperanza de Lenin”.

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