Columnistas-MarcoAntonioRoviraTorres

Decir lo anterior puede resultar provocador para unos, mientras que para otros podrá parecer algo obvio. Ciertamente, la idea de que los museos deben ser rentables se ha ido filtrando a su administración y dirección, a veces hasta extremos peligrosos para los mismos.

Ejemplo de lo anterior fue la reciente designación por parte del gobierno de Antonio Gali de Iván de Sandozequi, un administrador de empresas, como director y secretario ejecutivo del organismo público descentralizado “Museos de Puebla”. Sandozequi no tiene experiencia en el ámbito cultural y es egresado del Tecnológico de Monterrey, institución identificada con la cultura empresarial y de negocios.

La institución cultural creada por el actual gobierno ha sido señalada por pretender exigir a los museos públicos a su cargo mantener cierta meta de ganancia que los vuelva rentables, así como un mínimo de visitantes, ya que de lo contrario estos podrían ser clausurados.

Por otro lado, esta institución parece marchar bien con la práctica instaurada desde el gobierno anterior de hacer uso y movimiento de las colecciones de estos museos a diestra y siniestra, poniendo en riesgo algunas piezas y dejando a varios espacios desposeídos de aquello que les da un valor excepcional: la posesión de sus colecciones.

Podemos suponer, por lo tanto, que la gestión del señor Sandozequi sólo vendrá a reforzar esta tendencia en el aparato museístico del estado.

En una época donde el criterio de la rentabilidad parece estar siempre por encima de cualquier otro, ha sido cada vez más común que ciertos espacios institucionales y sociales sean víctimas de las distorsiones e imposiciones generadas por la extensión de esta cultura del lucro, desde el mundo de los negocios a la política, pasando por la salud, la educación y por supuesto, la cultura.

Este enfoque que pretende valorar la importancia de actividades educativas o culturales −como las que desempeñan los museos de contenidos arqueológicos, históricos, artísticos o científicos− en términos numéricos a partir de su cantidad de visitantes o de los dineros generados por entradas y otros servicios, antepone a la importancia del acceso a la cultura y la educación despiadados criterios comerciales que estos espacios no deberían tener como prioridad.

Sin duda es importante la viabilidad económica de cualquier institución, pero no en todos los casos se trata de su objetivo último. La salud, la educación, la cultura, el espacio público, los ecosistemas, el arte y un largo etcétera no son negocios en esencia. El acceso a estos derechos y necesidades humanas no debe estar condicionado a criterios mercantiles; por el contrario, debido a su interés público deben ser desarrollados y mantenidos por el Estado o la sociedad en la medida de lo posible, aún a costa de transferir recursos a los mismos aunque estos no regresen lo suficiente a cambio.

Por otro lado, es lógico pensar que un museo sin visitantes carece de propósito. Sin embargo, imponer metas cuantitativas mínimas de visitantes implica forzar al museo a tener que alcanzar siempre esa cuota como parte de su supervivencia, lo que le puede llevar a verdaderos actos de desesperación no ya por tener visitantes –que sí los tienen− sino por expedir cierta cantidad de entradas.

Los museos de una ciudad son un símbolo de su cultura; un producto de sus coleccionistas y anticuarios; un testimonio de su historia; espacios de formación de ciudadanía; sitios que acercan la cultura y el arte a las personas para hacerlas más sensibles y reflexivas; en fin, son una necesidad social y en muchos casos una fuente de orgullo para sus comunidades.

Todo lo anterior difícilmente puede caber en cifras. Exigirle al museo producir ganancias o públicos masivos resulta una manera inadecuada de valorar la importancia de estos espacios, al menos que se crea que la conciencia crítica, la sensibilidad o el aprendizaje tienen un valor monetario y son cuantificables.

Es alarmante ver cómo ha ido cambiando la estructura museística de la ciudad, desde el gobierno anterior, en detrimento de algunos espacios tan significativos por su tradición, colecciones e historia, como los museos José Luis Bello y González, o el Museo Regional “Casa de Alfeñique”, cuyas colecciones han sido manipuladas y sacadas de sus espacios de exhibición en favor de otras instituciones que les son ajenas, como el Museo Internacional del Barroco.

Lo anterior es grave no sólo porque pone en riesgo la integridad y coherencia de las colecciones y exposiciones de estos espacios, sino porque de paso buena parte de las mismas constituye un valioso testimonio material de la historia de Puebla, por lo tanto, lo que está en riesgo con este tipo de políticas son no únicamente objetos antiguos o valiosos, sino también la memoria de lo que este país, su ciudad y sus personas han sido y hecho a lo largo de la historia.

Si alguien piensa que esto no es tan grave debería pensárselo con más detenimiento. Una sociedad cuya memoria está manipulada o es destruida se vuelve presa fácil de grupos de poder que se aprovechan de la inseguridad y confusión que eso produce. Basta recordar a Orwell en 1984 cuando nos explica que, en el mundo distópico que nos presenta, quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controla el futuro.

Si bien las colecciones de estos museos no son el pasado como tal, sí constituyen una evidencia del mismo. Este y otros aspectos relevantes hacen de interés público estas colecciones, y ese interés público no se puede cerrar a cuestionamientos de rentabilidad.

Por el bien del patrimonio y la memoria de las y los poblanos actuales, así como de las generaciones por venir, esperemos que administraciones como la del gobernador actual entiendan que el lucro no es un mandamiento universal aplicable a todas las cosas, y que espacios tan necesarios e importantes como los museos públicos no son negocios.

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