Columnistas-CamiloRuizTassinari

Se ha terminado el PT en Brasil. Lula pasó de ser el líder político más exitoso de una democracia a no ser nadie. Se ha cerrado una época, y empieza otra nueva para el gigante sudamericano. Sabemos poco sobre ella, pero sabemos bien una cosa: el Partido de los Trabajadores no tendrá lugar ahí.

Las elecciones del domingo pasado representan un descalabro político dantesco para el partido que apenas hace unos meses gobernaba Brasil. Es difícil exagerar la amplitud de la derrota: respecto a las anteriores, de 2012, el PT pasó del segundo al noveno lugar. Fue expulsado de todas las ciudades importantes, en general por amplios márgenes. Perdió casi 400 municipios. No hay que darle vueltas: obtuvieron el 4% de los votos. Para darse una idea de la importancia histórica de este hecho, hay que imaginarse que en el 2018 en México el PRI sacara poco menos de un millón de votos y se convirtiera en un Nueva Alianza o Movimiento Ciudadano.

Y hablando del 2018, año de elecciones presidenciales en Brasil también: tras el impeachment de Roussef buena parte de la izquierda latinoamericana se consoló en un extraño “perdimos la batalla, pero la guerra se decide en 2018”. Se hablaba de un regreso providencial de Lula, de la inevitabilidad del desgaste del gobierno conservador, de una vuelta a los orígenes, etc. Podemos de una vez por todas deshacernos de esa posibilidad. El PT está muerto y el proceso contra Lula por corrupción y obstrucción de la justicia no termina.

Expulsado de las grandes ciudades, echado de los barrios obreros y de las favelas de las que surgió, el PT parece destinado a desaparecer definitivamente. La mitad de los 240 ayuntamientos que ganó tienen poblaciones de menos de 10 000 personas. Pésima noticia para una tribu que desde hace tiempo vivía de la canasta básica del funcionario público: se espera que no menos de 85 000 militantes del PT pierdan sus empleos como burócratas de los ayuntamientos. Se viene una terrible desbandada.

¿Cómo llegamos ahí?

La profesión más honesta es la del político. ¿Saben por qué? Porque cada año, por más ladrón que sea, el político tiene que ir a la calle y encarar a la gente, para pedirles su voto. Los funcionarios públicos no. Se gradúan de la universidad, hacen un concurso y tienen un empleo garantizado toda la vida.” Uno no podría decir si estas palabras salieron de la boca de Milton Friedman o de un antiguo obrero metalúrgico, pero ese obrero metalúrgico cambió bastante en sus años de político y presidente de Brasil.

La verdad es que desde el principio de los gobiernos del PT en el 2002 hubo escándalos de corrupción: compra de votos de diputados, asesinatos de alcaldes y altos funcionarios involucrados en desvío de recursos públicos, tratos oscuros con empresas para otorgarles concesiones, succión desmedida de los recursos petroleros. Lo sorprendente no es que la crisis del PT haya estallado en el 2014, sino que lo haya hecho tan tarde.

La clase media aceptó con un cierto rubor todos esos escándalos mientras el dinero siguiera fluyendo; mientras los salarios aumentaran y se expandiera el crédito. Cuando eso se acabó, la corrupción adquirió una mayor preponderancia política.

Ante la crisis económica, el PT no tuvo empacho en administrar las mismas políticas que hoy impone la derecha: austeridad, aumento de los precios del transporte, reducir las prestaciones, etc. El enorme odio hacia Dilma que se expresó en la indiferencia de su propia base hacia la destitución no tenía nada de sorprendente.

Olvidémonos del golpe

Esta derrota humillante con suerte tendrá un efecto positivo de otro tipo: que dejemos la historia absurda del golpe de estado. Esta fue la versión grosera que la izquierda latinoamericana estilo La Jornada reprodujo durante el proceso de impeachment de Roussef. Buscaba hacernos creer que la destitución –legal, pero conducida por motivos políticos- de Dilma era el equivalente de los –extremadamente violentos- golpes de estado que sufrió Brasil y Sudamérica durante la segunda mitad del siglo XX.

En este golpe no hubo asesinatos, no hubo torturas, no hubo represión. Hubo parlamentarios corruptos, hubo una utilización política de la ley, y ante todo un acuerdo en el más alto nivel –que incluía, no lo olvidemos, a Lula- para buscar un modo de detener la terrible crisis de popularidad por la que pasaba el gobierno. Llegó un punto en el que se dieron cuenta que el único modo de salvar al sistema, y de salvar al propio PT, era apartarlo del gobierno.

Le quedará a los historiadores constitucionalistas del futuro el analizar si esa interpretación de la ley que permitió la destitución era o no constitucional. Pero las elecciones de octubre prueban una cosa, más importante: el impeachment representaba la voluntad general.

El descontento es contra todos

Sí, un sector de la derecha capitalizó el colapso del PT. No se trata, sin embargo, del partido del presidente, que tuvo una elección muy mala. El auge electoral de partidos conservadores expresa simplemente el voto útil contra el lulismo.

Lo realmente interesante es el aumento de la abstención y los votos nulos (en Brasil es ilegal no votar, y los que no lo hacen pueden ser multados). En Sao Paulo y Río de Janeiro los nulos son la primera fuerza política; en la mayoría de las ciudades grandes son la segunda. En Río, un partido de extrema izquierda, el PSOL, quedó en segundo lugar y va a la segunda vuelta. Eliminado el PT, parece que cualquier cosa podría pasar.

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