Columnistas-AquilesCordovaMoran

Es una enfermedad endémica de nuestros opinadores profesionales su irrefrenable tendencia a la trivialización, su invencible resistencia a entrar en la esencia de los problemas y a conformarse con arañar la superficie de los hechos y, sobre esa base tan pobre, repartir perdones y condenas, elogios y críticas que responden más bien a algún propósito mezquino que a servir lealmente a los intereses superiores de la nación. Y en no pocas ocasiones, causándole graves daños.

Con motivo de la visita de Donald Trump a México y del diálogo que con él sostuvo el presidente de la República, se desató una verdadera tormenta mediática acusándolo de torpeza diplomática, de falta de valor y patriotismo para tratar de tú a tú con el arrogante norteamericano, de “agachón y tibio” por no exigirle una disculpa pública por las injurias y amenazas que ha vertido contra los mexicanos. Parece que se nos olvida que México no es una superpotencia mundial y que el presidente de este país no es Putin ni Xi Jinping.

Repasemos brevemente, pues, algunas verdades históricas atinentes al tema. Al consumarse la independencia nacional en 1821, el Imperio Español nos heredó cuatro cosas, entre otras muchas, que es necesario tomar en cuenta para no olvidar nuestra realidad actual.

La primera es el gran rezago económico que generó la visión mercantilista de la economía que aplicaba España en sus colonias y que se caracterizaba por tres principios básicos:

a) La actividad económica y comercial era para munir las arcas reales, es decir, para enriquecer al monarca y no a la nación como tal.

b) El monopolio absoluto del comercio de la metrópoli con sus colonias, lo que cerraba las puertas al libre intercambio de éstas con el resto del mundo.

c) La idea peregrina de que la riqueza social residía en la cantidad de oro y plata de que dispusiera un país. Esta política mercantilista se mantuvo hasta el fin de la colonia, es decir, hasta principios del siglo XIX, cuando ya en Inglaterra y Europa el capitalismo industrial se hallaba en plena expansión y exigía mercados para sus excedentes, y fue la que nos puso en la desventaja competitiva en que nos debatimos hasta hoy.

La segunda herencia fue un territorio inmenso (más de cuatro millones de kilómetros cuadrados) pero absolutamente despoblado, sobre todo en el lejano norte del virreinato y, por lo ya dicho, desaprovechado y prácticamente incomunicado con el centro del país. Estas fueron las razones de que la injusta guerra norteamericana para adueñarse de más de la mitad del país (la invasión de 1847-1848) fuera solo cuestión de tiempo.

La tercera cosa fue la continuidad del dominio de la misma pequeña casta de españoles peninsulares ricos contra la que habían luchado los insurgentes, con Hidalgo y Morelos a la cabeza. Este hecho, poco conocido por cierto, fue consecuencia de la forma en que se consumó la independencia de México, la cual no fue fruto del triunfo de los rebeldes sino de una maniobra pactada entre los españoles dueños del comercio, las minas y las plantaciones, el alto clero y la casta militar ligada al imperio; y su verdadero objetivo no fue la libertad del pueblo sino la defensa de la casta dominante ante los vientos de renovación burguesa que soplaban en España, avivados por la Constitución de Cádiz de 1812. Hay mucho de cierto en la frase lapidaria que afirma que la conquista de México la hicieron los indios y la independencia los españoles.

La cuarta herencia fatal fue el complejo de inferioridad instalado por los conquistadores hasta el fondo mismo del ser nacional del mexicano (fueron 300 años de prédica llamándonos indios bárbaros, carentes de inteligencia y hasta de alma e incapaces de pensar y crear por nuestra cuenta). Nuestro “malinchismo”, es decir, nuestra proclividad a admirar todo lo extranjero y a despreciar lo nuestro es proverbial en el mundo entero, y explica el hecho de que, hasta el día de hoy, sigan llegando extranjeros a “hacer la América” (hacerse ricos) entre nosotros, y que el poder económico de la nación se halle en manos de esas minorías “emprendedoras”.

Estas cuatro herencias causaron no solo la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio, sino también la inestabilidad política y de la falta de progreso económico durante casi todo el siglo XIX mexicano. En ese lapso, los ricos españoles y sus aliados (el alto clero y la casta militar ligada a ambos poderes), no cejaron en su intento de devolvernos al dominio español, o, en su lugar, de instaurar una monarquía “mexicana” con un “príncipe extranjero” a la cabeza.

Su argumento era el “desorden político, económico y social que reinaban en el país”, que era real, en efecto, pero que ellos atribuían a la falta de un “gobierno fuerte y con experiencia en el arte de gobernar” y se cuidaban mucho de decir que era la consecuencia de sus intrigas, ambición de poder y labor de zapa de todo gobierno que no se alineara con sus intereses. Fue la Reforma y el gobierno de Don Benito Juárez los que frustraron la última intentona imperial de la derecha mexicana e instauraron la república democrática, representativa y federal que somos hoy. Nuestro complejo de inferioridad explica bien nuestra falta de un espíritu nacional vigoroso, sólido y aguerrido, capaz de crear un país igualmente sólido, poderoso y firmemente unido por la raza, la lengua y la cultura.

En más de 200 años de vida independiente no hemos tenido un economista de fuste que trazara el rumbo exitoso a nuestra economía; nos han faltado educadores capaces de hacer del pueblo mexicano una nación de científicos, investigadores, creadores, descubridores en todos los ámbitos de la ciencia y de la técnica; nos han faltado estrategas políticos capaces de aprovechar el potencial humano y material del país para hacerlo rico, autosuficiente y competitivo; nos ha faltado voluntad, visión y patriotismo hondo para entregarnos de lleno a crear empleo y riqueza para todos, alimentar, curar y educar con excelencia a los mexicanos para lanzarlos al mar de las competencias con probabilidades de éxito.

Hemos construido un país débil, que depende de la inversión extranjera para crecer y del mercado norteamericano para vender lo que producimos, para adquirir alimentos, tecnología, materiales semielaborados para ensamblar productos terminados y mucho más. Por eso temblamos ante el cierre de la frontera norte; por eso nos intimidan las amenazas de Trump de regresarnos a todos nuestros paisanos radicados en su país; por eso nos asusta la cancelación del TLC cuando debería alegrarnos. No somos capaces de abastecer a nuestras fuerzas armadas con armamento de calidad y en cantidad suficientes, razón por la cual no están en condiciones de enfrentar al gigante norteamericano.

Así las cosas, ¿es un error dialogar con Trump para tratar de hacerle ver una realidad que solo conoce de oídas? ¿Es falta de patriotismo y de valor no haberlo llevado de una oreja a pedir perdón público a los mexicanos? Y debo aclarar, como siempre, que esto no es una defensa del presidente: ni él lo necesita ni yo acostumbro actuar con servilismo gratuito. Se trata, simplemente, de un puro ejercicio de objetividad, de un esfuerzo honrado por ver nuestra realidad tal cual es y de dimensionar correctamente los acontecimientos de nuestra actualidad política.

Al presidente de México se le pueden y deben reclamar muchas cosas; señalarle muchos desaciertos, pero el diálogo con Trump no es uno de ellos. Puede aceptarse, sin ser perito en cuestiones de protocolo, que los organizadores cometieron errores que pudieron evitarse, como el colocar a Trump (simple ciudadano) a la altura del Jefe del Estado Mexicano; pero me parece una exageración fetichista del valor de las palabras y los gestos decir que todo fue un fracaso porque no hubo disculpa pública del visitante. ¿Hubiera servido de mucho eso?

La reiteración de los ataques antimexicanos de este señor no puede achacarse a la tibieza del presidente; creo, por el contrario, que si se hubiese inferido una “humillación” semejante a tan arrogante personaje, su reacción habría sido mucho más violenta y agresiva de lo que fue.

Sin duda puede un país débil como el nuestro hablar de tú a tú con un poderoso como Trump pero con una condición (condición sine qua non, debe aclararse): contar con una fuerza suficiente para equilibrar el peso de la riqueza y el poder militar. Esa fuerza, como lo demuestran los casos de Cuba y de la Venezuela de Hugo Chávez, no es otra que el respaldo masivo, firme y decidido de un pueblo educado, organizado y dispuesto a defender la dignidad y la soberanía de su país y de su gobierno legítimo. Y éste sí es un déficit del presidente; pero no solo de él, sino de todos los que antes de él han ocupado la silla presidencial.

Los gobiernos mexicanos, como lo prueba nuestra historia reciente y vemos hoy en Morelos, en el Estado de México y en la propia Segob, no solo no protegen ni alientan la organización y educación política del pueblo, sino que combaten todo intento serio en ese sentido con más rigor y pertinacia que si se tratara de una epidemia de peste negra. En tales condiciones, tienen que encararse solos, débiles y desamparados ante el poderoso, y los resultados están a la vista. Ojalá sirva de algo la lección que deja la visita de Trump.

*Las opiniones expresadas en esta sección son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan necesariamente la línea editorial del portal de noticias Ángulo 7.