Hay quienes aseguran que el Estado mexicano no es fallido, pero cada día lo parece más, y el nivel más sensible en donde se muestra esta debilidad o ausencia, es el municipal.

A raíz de los recientes asesinatos de presidentes y otras autoridades municipales, ha quedado al descubierto la fragilidad estructural que atraviesa a muchos municipios del país, los cuales por sus escasos recursos, sus cuerpos policiacos altamente corrompibles –que muchas veces no están integrados a un sistema de mando único, o que son inconcebiblemente pequeños–, así como por ser el ámbito más inmediato respecto a la vida cotidiana en los tres niveles de gobierno, sufren los embates del crimen organizado y ven mermados no sólo su gobernabilidad, sino también la seguridad de sus ciudadanos, y lo que no deja de ser aún más simbólico, de sus propias autoridades políticas.

Crímenes como el asesinato del presidente municipal de San Juan Chamula, Chiapas, el pasado 23 de julio, donde un grupo de habitantes de la propia población decidió quitarle la vida al servidor público y otros miembros del ayuntamiento, o el del alcalde de Huehuetlán el Grande, en Puebla, justo en estos días a manos de un grupo armado, parecen regresarnos a los tiempos en que la fragilidad del orden legal e institucional era aún tanta que los problemas de índole política se resolvían, en no pocos casos, de la forma más arcaica; sólo que ahora no son los bandos políticos en conflicto los que recurren al asesinato como medio para lograr sus fines, sino también miembros del crimen organizado, lo que en general representa el mayor desafío en este tema para el Estado mexicano.

Teniendo en cuenta que el nivel municipal es la base de nuestro sistema federalista –un sistema que históricamente ha luchado por sobrevivir en medio de los conflictos entre centralistas y federalistas que azotaron al país desde el siglo XIX–, resulta no poco importante que en este plano se presente el drama de la violencia e inseguridad a grados que comienzan a amenazar seriamente la gobernabilidad del Estado.

Castigados por el peso de las exigencias de los gobiernos estatales y federales en aspectos como la recaudación de impuestos, o la asignación de los recursos, así como abusados alevosamente durante décadas por gobiernos centrales altamente intromisivos, los municipios en México siguen luchando en muchos casos por sobrevivir al embate que hoy representan los grupos criminales, cuyos recursos y poder resultan suficientes como para darse el lujo, inclusive, de asesinar a los representantes municipales, situación que ante la impunidad genera un aliciente para que otros grupos de poder recurran a las mismas prácticas.

Estados endeudados, municipios débiles

La solución a este problema no se muestra sencilla. Los gobiernos de Fox y Calderón apostaron por dar cada vez más recursos a los gobiernos estatales, sin exigir transparencia a cambio, pensando que de esta forma simple se resolvería el problema del maltrecho federalismo mexicano. La presidencia de Peña parece seguir un rumbo semejante. En ambos casos se ha permitido el enorme crecimiento en la deuda de los gobiernos estatales, y no ha existido una política clara que parezca ser capaz de resolver el enorme problema de la violencia e inseguridad en México, salvo recurrir al apoyo del ejército en situaciones desesperadas. En resumen, el nivel federal y estatal se llevan la mejor parte y dejan a la mayoría de los municipios las migajas, volviéndolos tremendamente débiles.

Los recientes eventos en materia de asesinatos políticos deberían poner en advertencia al Estado mexicano y a su clase política sobre los peligros que enfrenta el país en materia de gobernabilidad, así como hacerle reflexionar sobre la importancia que en este sentido tiene el municipio dentro de las estrategias que se usan al momento de querer combatir al crimen organizado, una guerra que, por hoy, se ve cada vez más perdida.

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