Por Verónica Mastretta

De niños nos llevaban al antiguo barrio de Xonaca ubicado en la parte más antigua de Puebla. Mi abuela tenía por ahí unos terrenos en los que alguna vez estuvo una ladrillera; ella  creció en el campo teziuteco, así que en lo que ella consideraba las afueras de la ciudad, le encantaba criar gallinas y engordar puerquitos, como lo vio hacer en la casa de sus padres.

A la “Ladrillera”, como le llamábamos a la granjita, se llegaba rodeando las faldas del cerro de Loreto, el de la batalla del 5 de mayo, por un costado del viejo hospital de la Cruz Roja y por calles estrechas y extensos predios aún baldíos, mientras la ciudad de cuadrícula perfecta iba quedando atrás.

En el camino cruzabas una pequeña plaza en donde aún está la inquietante “Fuente de los Muñecos”, construida sobre un pozo seco en memoria de los pequeños hijos de un caporal del gobernador Maximino Ávila Camacho, que en una tarde de lluvia torrencial se perdieron rumbo al colegio.

Se asumió entonces que se los tragó el pozo, aunque sus pequeños cuerpos nunca fueron recuperados.

En su memoria y como remate de su posible tumba se colocó la fuente con dos figuras infantiles y se tapó el pozo para siempre. A mí esos niños de talavera de ojos fijos siempre me dieron miedo, aunque hasta hace poco supe  de su leyenda. Sus esculturas y su fuente tienen algo de fantasmal.

Al pasar la fuente se entraba a un mundo misterioso y remoto. Xonaca era entonces parecido a algunas calles de Coyoacán. Tenía una Iglesia de piedra sin estuco con un atrio sembrado con fresnos que ya entonces eran enormes; frente a ella veíamos un edificio colonial abandonado, nada menos que el antiguo palacio episcopal en donde muchas noches durmiera Juan de Palafox y Mendoza, el hombre que terminó de construir la catedral de Puebla y fundó la Biblioteca Palafoxiana. Cuando quería descansar y retirarse al campo, ese era su refugio. La iglesia  se erguía bien conservada y con un culto vivo y ferviente; no así el palacio, que estaba entonces cayéndose a  pedazos. 

El barrio, uno de los primeros de Puebla, recibió su nombre del cerro de Xonaca. Todo ese rumbo estaba lleno de arroyos y ojitos de agua que desembocaban en el Río San Francisco, comunicado con la ciudad por sus numerosos puentes, como el de las Bubas, el de Ovando o el Motolinia. El río fue entubado en lugar de saneado en 1964 y hoy solo quedan vestigios de todo, tanto del entorno natural como de lo que fuera el barrio con su carácter colonial, sus arcadas y su pequeño acueducto. 

En medio del desorden urbano y avenidas enormes, de repente, como un regalo, una sorpresa y don, aparece el pequeño espacio en el que está la iglesia, separada del palacio por una callecita en la que reina un fresno que debe de estar cumpliendo ya los 250 años.

Está casi al final de su vida, porque los fresnos no suelen vivir  mucho más. Como dice José Luis Escalera, mi primo, acompañante y guía por el pasado y la memoria de Xonaca, ese fresno es el más hermoso de Puebla. Es perfecto. No ha recibido “podas de equilibrio” ni otras aberraciones que suelen hacer los  humanos sobre los árboles, muchas veces de manera innecesaria.

Para colmo de bienes no le estorba a CFE. Una mano anónima en el pasado le ha creado alrededor un redondel enorme para enmarcar su belleza y protegerlo de los coches y los vándalos. Su sola contemplación y su presencia crean una experiencia mística y una sensación de veneración como la que solo produce la naturaleza.

El antiguo palacio episcopal permaneció en total abandono hasta hace pocos años, en que una empresa extranjera que opera restaurantes lo compró y restauró y ha constribuído a consolidar uno de los espacios más interesantes y entrañables de Puebla. Por supuesto que hubo quién se cortó las venas por ello, pero antes a nadie le interesó ni comprarlo ni restaurarlo, ni a la misma iglesia católica ni a los gobiernos,  que ambos, por dinero cuando quieren, no paran.

El fresno y el palacio han sobrevivido y convivido juntos 250 años. En Puebla da miedo ver a un árbol bonito y grande. Basta admirarlos para que al día siguiente aparezcan podados,mutilados o de plano, talados. Este árbol sin defectos, perfecto y maravilloso, con un tronco enorme y sin cicatrices, al igual que el antiguo palacio episcopal, ha sobrevivido a la barbarie de los poblanos de los últimos setenta u ochenta años.

Pues bien, cerca de ahí estaba el terreno de mi abuela. Mi mamá heredó de sus papás una parte en 1980, un terreno que afortunadamente expropió un presidente municipal en 1990 para completar la construcción de un parque. Ella era una persona generosa y amaba a su ciudad; no se enojó, no se opuso y aceptó las bajas indemnizaciones de entonces.-“Es para un parque, así que está bien”– nos dijo. 

Me gusta visitar al fresno y sus dominios y mi visita por el pasado termina en ese parque, viendo jugar a los niños y a los jóvenes en uno de esos oasis que son los parques en el mundo. Jóvenes, viejos y niños disfrutan del espacio sin importar la edad, sin saber ni a qué partido ni a quién se le ocurrió esa acción constructiva.

¿Realmente importa? Creo que no. Alguien hizo un trabajo que le tocaba hacer, por el que fue remunerado y por el que ahora, al recordarlo, quizás se sienta feliz.

Estamos mucho más de paso que un árbol majestuoso. ¿Cómo es que lo olvidamos?

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Fundadora y directora editorial del portal de noticias Ángulo 7. A los 14 años decidió que quería dedicarse al periodismo. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana de Puebla. Fue becada...