Por Marco Rovira 

La idea de ser mexicano, como concepto, se fue construyendo desde el siglo XVIII y terminó de consolidarse durante el proceso de la Revolución Mexicana, en la primera mitad del siglo pasado.

Básicamente, esta idea se refiere a la esencia del pueblo mexicano, la cual, se supone, tiene sus raíces más profundas en las grandes civilizaciones prehispánicas, como la azteca o la maya, pero que realmente surge a partir del acto fundador del mestizaje entre indígenas y españoles, dando origen así a una nueva raza, cuyos valores, tradiciones, principios, y formas de entender la vida y el mundo son propias y nos diferencian del resto de las naciones del planeta. Este tema ha sido ampliamente debatido por pensadores como José Vasconcelos, Samuel Ramos, Octavio Paz, entre otros.

El nacionalismo revolucionario se fundamentó en buena medida en esta idea, contraponiéndola a otras identidades, principalmente a la norteamericana, logrando crear un lenguaje cultural y simbólico original a partir de expresiones tales como la música regional, la gastronomía, las festividades relacionadas al culto a los muertos, las danzas regionales, las artesanías, los símbolos patrios, etc., expresados a través de una gran variedad de formas que tenían como base la idea de lo mexicano.

Esta identidad –envuelta en gran medida por mitos y estereotipos– logró darle a México una imagen para pensarse a sí mismo y para presentarse ante el extranjero, la cual, aún con todas sus limitaciones o errores, fue aceptada en buena medida por amplios sectores de la sociedad, así como de la opinión pública nacional e internacional; tan es así que hoy en día siguen siendo los mismos estereotipos y expresiones del nacionalismo revolucionario –como los trajes de charro, o de china poblana– los que usamos para presentarnos como mexicanos.

Sin embargo, el México de hoy ya no es el de hace cuarenta o cincuenta años. El nacionalismo revolucionario ha perdido buena parte de su fuerza, aunque sigamos haciendo uso de sus expresiones, y la imagen que se tiene de México, tanto en el interior como en el extranjero, es distinta, y no para bien.

Si antes se pensaba que México era una tierra de sombrerudos que dormían bajo un cactus, que comían picante y tomaban tequila todo el tiempo, actualmente a esa imagen se ha añadido la idea de que somos un país de narcotraficantes y corruptos, donde impera la impunidad, existiendo un nulo respeto por los Derechos Humanos. Si antes ser mexicano era tema de curiosidad –y hasta de burla inocente o veladamente racista, al estilo Speedy González– hoy en día ser mexicano parece implicar algo mucho peor.

Bien podríamos culpar de esto al gobierno, a los poderes fácticos, a los medios de comunicación, a fenómenos como la corrupción, al imperialismo cultural, y un largo etc. Ciertamente, no cabe duda que buena parte de la responsabilidad se la llevan todos los antes mencionados, quienes con su ambición desmesurada y mezquindad han hecho de nuestro pobre país, en buena medida, lo que es hoy; pero si realmente quisiéramos conocer al verdadero culpable bastaría con mirarnos al espejo. 

Nuestro país, la imagen que de él se tiene y la manera en cómo construimos esa identidad y la proyectamos al mundo es, en gran parte, el resultado de las decisiones que la propia sociedad mexicana ha tomado desde hace décadas.

Muchas de las veces nos consolamos con los viejos temas del nacionalismo revolucionario a la hora de querer definir nuestra identidad como pueblo, al mismo tiempo que desesperadamente anhelamos convertirnos en una California o en un Puerto Rico a la mexicana, mientras hacemos la vista gorda con temas como los Derechos Humanos o la corrupción, y legitimamos un sistema ineficiente, opresor y excluyente, regalando nuestros votos al mejor postor, o a los dictados de la plutocracia que gobierna el país. Claro que hay mexicanos que no comparten esa visión, ni esa manera de actuar, pero lamentablemente son los menos.

La sociedad mexicana, en su conjunto, debe entender que no podemos seguir viviendo de los mitos del nacionalismo revolucionario y que es necesario repensarnos con toda la seriedad posible como nación –como pueblo en la historia–, para saber qué nos hace tan particulares como para tener el derecho a pensar, actuar, y ver el mundo desde una perspectiva que nos sea propia, sin caer en las trampas de la mistificación excesiva de nuestro pasado, ni en la xenofobia racista y virulenta que ha marcado a varios nacionalismos en el mundo.

De la reflexión habrá que pasar a la acción y demostrar con hechos que los mexicanos somos un pueblo que no está dispuesto a seguir tolerando la impunidad, la corrupción, el crimen organizado, la degradación cultural que exhiben día a día las grandes televisoras, etc., para entonces poder construir una imagen distinta de nosotros mismos, que nos de unidad al interior y que hable bien al exterior, para que así, algún día, podamos cambiar el sentido de lo que por hoy implica ser mexicano, y podamos dejar de reírnos o avergonzarnos de nosotros mismos.
 

 

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Fundadora y directora editorial del portal de noticias Ángulo 7. A los 14 años decidió que quería dedicarse al periodismo. Estudió Comunicación en la Universidad Iberoamericana de Puebla. Fue becada...